Automóviles, ¿qué hacer con ellos?
Los autos son seductores, y acaso irresistibles en la cultura moderna occidental. No se entienden sólo como proveedores de movilidad. Satisfacen muchas más necesidades. Una de ellas es estética; fascina la belleza simbólica de su diseño. Otra es de expresión; cada tipo de auto transmite en un lenguaje de formas el esprit du temps, así como la personalidad, las ambiciones o frustraciones, y la identidad o estatus anhelados o reales de quien los escoge y posee.
Crean un hábitat de confort e intimidad, y de convivencia cercana con personas queridas o deseadas (algo escaso en las grandes urbes); más la posibilidad de disfrutar de cierta soledad con la calidez y los estímulos que permite la tecnología moderna. Como máquinas potentes conceden sensaciones de vértigo y poder a quien los conduce; son cautivadores juguetes para adultos. Pero también son portadores implacables de calamidades sociales, urbanas y ambientales. ¿Qué hacer con ellos?
Se apropian del espacio público; buena parte del territorio urbano es ocupado por vialidades exclusivas para ellos y las saturan (todos queremos un auto, y usarlo), además de que la ciudad difícilmente ofrece alternativas de transporte público que le compitan. Es un círculo vicioso.
La congestión provoca costos sociales y económicos exorbitantes en horas/hombre perdidas. Causan muchas muertes. Exigen cada vez más infraestructura onerosa y con frecuencia grotesca (como los segundos pisos). Se asocian con ghettos y funcionalismo urbano, exclusión social e inaccesibilidad a la ciudad. Codifican ciudades extensas e impersonales. Peor: dispendian energía fósil, contaminan el aire, y son responsables en buena parte del calentamiento global.
México es el décimo país en el mundo por sus emisiones de gases de efecto invernadero. La quinta parte proviene de los vehículos automotores, proporción que crecerá a más de 30% del total hacia finales de la década próxima, de mantenerse las tendencias actuales. El crecimiento en las emisiones cabalga en el lomo de los absurdos subsidios que otorga el gobierno, y que hace de las gasolinas mexicanas unas de las más baratas del mundo (sólo países como Irán, Venezuela, Ecuador, y las autocracias árabes nos superan).
El costo de oportunidad de 240,000 millones de pesos asignados como subsidio al consumo privado de gasolinas es sacrílego en un país de carencias públicas indecibles como el nuestro. La microeconomía no falla: precios bajos igual a demanda alta, derroche e ineficiencia. No sólo deben eliminarse los subsidios, sino imponerse un carbon tax a las gasolinas que represente todos los costos externos (sociales, urbanos y ambientales) derivados de su consumo, en especial, presiones excesivas sobre la estabilidad climática del planeta. Pero ello no sucederá (en el futuro previsible) por razones conocidas.
No obstante, hay dos opciones posibles. La primera es cultural, e implica lograr que los autos den fe de las convicciones y responsabilidad ambiental de sus propietarios, y que sean objeto de sanción o aprobación moral de la sociedad. El Instituto Nacional de Ecología ha hecho una página de Internet (www.ecovehículos.gob.mx) donde se presenta la información necesaria para ello: rendimiento en kilómetros por litro y emisiones de CO2 por kilómetro de cada auto vendido en México. Las diferencias de desempeño son abismales y vergonzosas.
Explorers, Armadas, Land Cruisers, Lobos, Expeditions, Navigators, Land Rovers y similares debieran generar estigma ambiental y sorna por mal gusto. Civics, Yaris, Smarts, Fiats, Mazdas, y semejantes, honra y reconocimiento. La segunda opción es que el gobierno regule las emisiones de CO2, que en México, inexplicablemente, no lo hace.
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